Las guerras, según María Bernal

Guerras

Si hay un manifiesto que mayor evidencia deja sobre la necesidad de la hermandad entre las personas, ese es, sin duda, la canción Imagine de John Lennon. Imaginemos ese mundo que Lennon dibuja sin ahogamiento alguno con sus cuerdas vocales, donde no hay ningún motivo para matar y donde toda la gente vive en paz. Él mismo se calificaba de ser un utópico, pero en el fondo sabía que no tenía que ser tan difícil conseguir que todas las personas fueran una.

Sin embargo, el empoderamiento personal, que se supone que fortalece a la gente con el objetivo de fomentar cambios positivos en la sociedad, lo que está provocando es que aumente el protagonismo prepotente, además de que, en ese intento de demostrar quién es el mejor y quién tiene más, se esté aplastando psicológicamente a otro sector de la población que por vulnerabilidad no pueda llegar a competir en esa lucha de querer estar presumiblemente en lo más alto.

Las guerras nacen así, de esa ansia perturbadora y extrema de querer tener por encima de todo y de todos, de querer ser dueño de todo y de todos y de querer imponer una ideología o religión porque, agarrados al más perverso cinismo, consideran que es único y absoluto ese pensamiento que mata a sangre fría a todo tipo de personas.

No es que la guerra sea un episodio de ahora. La cultura de la guerra siempre ha existido desde el momento en que se ha venerado a un dios. El mundo de la literatura no queda al margen si recordamos la famosa Ilíada donde los griegos se enfrentaron contra los troyanos por una venganza, la del secuestro de Helena de Grecia.

La cultura de la guerra siempre nos pilla de lejos (Israel, Ucrania, Afganistán, Siria…), sabemos de ella por los medios de comunicación y aunque empatizamos y rápidamente condenamos esta masacre terrorista, es cierto que al día siguiente la olvidamos, porque nos pilla muy lejos, porque en nuestro país no van a morir 3.700 de nuestros civiles en cuestión de días o porque no van a secuestrar, violar y exhibir a mujeres en nuestro territorio como si de trozos de carne se trataran.

Por eso somos muy afortunados de vivir en este paraíso que algunos a veces tachan de ser una nación que se va a la deriva porque unos locos piden la independencia o porque se arma el revuelo por un pico en la celebración de un mundial. Sentido común falta y mucho cuando algunos auguran que un país de la Unión Europea, como es el nuestro, se va a convertir en una dictadura bolivariana o que vamos a volver a los tiempos de Franco cuando la democracia es o debe de ser la espada de estos intentos de represión de las extremas de izquierda o de derecha, poco saludables para la sociedad. Este pensamiento fanático me lleva a recordar la conversación de unas mamás en el parque hace unos días, no menos radicales, que el de la política.

La preocupación de una de ellas que escuché, no porque pusiera el oído sino porque gritaba para hacerse notar, era la de unas botas de charol que había pedido por Internet y que a su nena, de unos ocho años, aproximadamente, no le gustaba. La mujer se sentía agobiada porque no iba a poder combinar los vestidos con las botas.  No voy a entrar a debatir el poder de decisión que actualmente tienen los más peques, no me incumbe y cada uno sabe lo que ocurre en su casa. Pero sí me acordé de las mamás cuyos hijos habían sido secuestrados por los hombretones de Hamas. Entonces pensé en si esas mamás, si es que estaban vivas, estaban pensando en el cambio de armario por el fin de una temporada. Imaginé que sus hijos ya no estaban con ellas, sino con unos terroristas que los estaban mostrando por medio de vídeos (ya ven por dónde se pasa esta gentuza la protección de datos) en los que la inocencia de sus caras me resquebraja el alma al ver a los niños al lado de fusiles.

No me di cuenta de si las dos niñas que aparecían llevaban botas, pero sí me perturbó la mente el hecho de pensar en lo que esos energúmenos podrían hacer con esas niñas que seguramente no llevaban botas de charol, unas niñas y niños a las que no se les da la opción de decidir como sí pasa en el día a día de muchos de nuestros entornos.

Cuando suceden las guerras, estas nos pillan lejos, pero no nos damos cuenta de que algunos que sí están cerca de nosotros son combatientes de la guerra del día a día en un país tranquilo como es el nuestro, esas donde la ambición prima por encima de los sentimientos y aunque estas no dejan muertos, sí es cierto que hace que la población se divida y que prevalezca el poder por encima de los sentimientos.

Muchas personas son así felices, viven en esa burbuja, una situación que queda a años luz de lo que predicaba John Lennon sobre la hermandad. Hay guerras sanguinarias a millones de kilómetros de aquí, pero también hay enfrentamientos del primer mundo que pudiendo ser evitados, van en aumento y la paz que desean unos es la que incomprensiblemente rechazan otros.